CAPITULO 28: COCHINADAS LAS JUSTAS (PARTE 1)

Ya recuperado del fatídico accidente, mi vida volvió a la normalidad por completo y mi nombre fue movido por el viento al Olimpo de los hombres sin recuerdo, vamos, en cristiano, "Sin pena ni gloria", eso sí, con dos oídos sanos en vez de uno sólo.

Volvamos al hilo de la historia, que es lo que os interesa, no la frágil salud de este gordito cada vez más fortachón. En Febrero, según me comentabas los vecinos, el frío y la lluvia entonaban sus danzas ancestrales convirtiendo la ciudad en una nevera de cemento y avenidas asfaltadas.

Cuando llovía, era costumbre colocar dos paragüeros, uno de ellos en el ascensor y el otro en la entrada del edificio, justo al lado del sofá que recientemente había comprado la comunidad.




Eran dos paragüeros antiguos, supongo que de cobre o latón con algún baño de oro y plata. Eran bastante bonitos y era obvio a simple vista de su función: colocar paraguas en ellos.

Justo el día que comenzaron las lluvias yo me encontraba rezando ya que esa misma noche, en vez de hacer ejercicio, pedí dos pizzas medianas a Telepizza en un 2x1 y ahora tenía ganas de descargar en el trono sin parar – Joder Julio, pareces una bombona de butano con fuga- decía en voz baja mientras aguantaba las flatulencias como podía.

Tras colocar todo, teniendo aún media hora para la apertura de la conserjería, decidí volver a mi casa para así realizar aunque fuese unas abdominales para salir del “empache” perpetrado la noche anterior.

Justo cuando estaba en el ascensor, repasaba con cierto orgullo visualmente el estado inmaculado en el que se encontraba éste (frente al desgastado estado que lucía con el anterior portero), esas pequeñas cosas, esos insignificantes detalles, cómo un botón brillante, eran las minúsculas experiencias de la vida que más amor propio me daban.

De repente un estruendo en el ascensor hizo que éste frenara en seco en el segundo – joder, debo volver a llamar a los de mantenimiento – pensé mientras la puerta se abría. Apareció detrás de ella Don Ramón, un señor septuagenario que cuidó a su mujer Doña Augusta hasta su muerte (muy bien según cuentan las buenas lenguas).

Junto a él estaba Aurita, la chica venezolana que cuidó a su difunta mujer y la que según las malas lenguas era su amante desde hacía ya 10 años, cuando Aurita entró a trabajar en los cuidados para Doña Julia a la tierna edad de 18 años.

Ella era una mujer nada llamativa, mediría a ojo 1,50, la piel se notaba maltratada por una mala vida en su tierra junto con manchas blanquecinas fruto de “su vida en las montañas” como ella decía.

Siendo gordita como era, no tenía problema ninguno en llevar mallas de leopardo apretadas hasta más allá del ombligo, acompañadas de llamativas y coloridas camisas de tirantes con escotes pronunciados hasta el infinito.

Este señor, Don Ramón, es la peor persona que he conocido en mi vida, escenifica paso a paso los prolegómenos de lo que debe hacer cualquier ser ruin que haya en la faz de la tierra para conseguir la bendición “cum lauden” por parte del mismísimo Satanás: ese era Don Ramón.

- Hola, buenos días – Mientras una sonrisa forzada salía de mí.

- Buenos días – Contestó Ramón - ¿Qué haces ¿ ¿ Ya estás escaqueándote? – Sonriendo mientras miraba para Aurita, buscando su complicidad- Que sepas que informaré de esto a Don César.

- Don Ramón, permítame recordarla que mi horario laboral comienza dentro de 28 minutos para ser exactos. – Mientras tanto, a no ser que necesite de mis servicios por algo en concreto, soy muy libre de hacer lo me plazca, como usted comprenderá.

- ¡Ay hijo!- Esgrimió por su arrugada boca – Yo no ando pendiente de sus horarios, además de contestar usted con ese tono tan repipi siempre.

- Pues con todos mis respetos Don Ramón, si usted no está al tanto de mis horarios, tenga al menos el respeto que me merezco sin tener que hacer alusiones a él.

- Yo aquí pago mi cuota religiosamente, diré lo que me apetezca – Mientras anulaba el botón del séptimo para apretar el botón de “parking”- Baje usted ahora para abrir la puerta del coche tanto a Aurita como a mi persona.

No volvimos a hablar en todo el trayecto, mientras todos bajamos en un ambiente tenso, ensordecedor, parecido al de un general nazi cuando descubre a su mujer follando con el chico de servicio judío.

Aurita sacó un paquete de chicles del bolsillo, estos eran característicos ya que se los traía por lo que me comentó su asistenta personal (la de la casa, ya que Aurita, desde el fallecimiento de Doña Augusta, vivía allí como “asistenta personal” de Don Ramón) una prima suya desde Caracas todos los años.

Llegamos al parking dirección a su viejo Mercedes Benz disponiendo a abrir la puerta del condenado viejo mientras miraba la extensa capa de alopecia que se veía entre sus debilitados y finos pelos blanquecinos.

Hice lo propio con Aurita y ya sí de una vez por todas pude ir a mi casa. Con el tiempo justo ya (menos de 15 minutos para ir a currar) me eché un canuto rápido mientras recogía la ropa sucia que tenía acumulada por la habitación.

Justo cuando me dirigía dirección a mi puesto de trabajo, note que mi móvil chinorris vibraba en el fondo de mi pantalón vaquero. Lo agarré rápidamente mientras bajaba a trote las escaleras de mármol del edificio y contestaba:

- Muy buenos días, al habla Julio, dígame – Sin haber mirado quién era-

- Buenas Julio, Soy César, ¿por dónde andas?- preguntó.

- Pues justo yendo dirección de la portería, ¿Qué ocurre?- dije extrañado.

- Esta noche alguien dejo abierta una de las ventanas del ático, rompiendo el sellado de la ventana – Suspirando- Ve a ver si hay mucha agua por el suelo y vuelve a sellar la ventana.

- Joder, deberíamos colocar un cártel en el ascensor César, siempre nos pasan estas cosas, la gente no hace ni caso de las Juntas.

- Ya lo sé hijo – Con voz triste- Pero es lo que hay, no podemos luchar contra los que reman a su voluntad.

Tras esto nos despedimos y volví a donde se encuentra mi piso, el octavo. Allí también se encuentran los trasteros de los vecinos. Hace unos diez años, hicieron una chapuza en el tejado, teniendo goteras todos los años por las aperturas que hay en las ventanas.

La única manera para no tener que hacer una derrama de miles de euros es en época de lluvias sellar todos ellas desde fuera. Pero hasta que no llamásemos al tío de los tejados me tocaba a mí sellar con silicona desde el interior.

Después de limpiar semejante estropicio agua ensuciada con los restos de mierda acumulada en el tejado, ya sí, de una puta vez por todas pude ir a mi puesto de trabajo.

No había caído aún en la cuenta, pero cuando estaba ya por la escalera del tercero (siempre bajaba por las escaleras para ver si había algún desperfecto, cómo una luz fundida) me acorde que en esa parte del trastero, esa jodida ventana, sólo hay dos vecinos con acceso a él, uno de ellas, que fuma además, es Don Ramón, ya tenía al presunto culpable.

Ya llegando a la portería mi cara se tornaba bajo un halo de mala leche parecido al que debe vivir en su día a día Mourinho “The Special One”. El cabrón de Don Ramón no sólo se dedicaba a hablar mierda de mí sobre mis espaldas, además rompía los putos sellados de la ventana para más inri.

La mañana transcurrió con normalidad, que si vecinos que bajan, que sí suben, “Oye Julio ayúdame con la compra”, “Julio, ¿vino el cartero?” y las típicas cosas del día a día que tiene un conserje, en general, aquí os comento las anécdotas más impresionantes, pero la cotidianidad del trabajo es una comparsa de aburrimiento y apatía al mismo tiempo.

Cuando ya era la hora de comer y me disponía a abandonar la portería, primero me cercioré de que todo estuviese apagado, las puertas bien cerradas y vaciar las papeleras. En el ascensor, al lado del paragüero, había puesto una pequeña basura para que la gente pudiese usarla sin necesidad de manchar el suelo.

Al llegar allí me encuentro basura dentro del paragüero, algo que sin duda alguna me toca los cojones cómo cuando estás durmiendo un sábado por la noche y un grupo de cantamañanas pre adolescentes te despiertan con sus voceríos entre mezclados con gallos.

Había dos clínex usados (supongo que con mocos) y un puñetero paquete de chicles. Me puse los guantes desechables de plástico y cogí la basura mientras maldecía al cabrón que usase el paragüero cómo basura.

Siempre que ponía el paragüero ocurría lo mismo, aparecía con basura. Además siempre era la misma, trocitos de facturas de compra, pañuelos de mocos y envoltorios de caramelos. Cuando ya iba a poner el paquete de chicles en la bolsa de basura me percaté de algo que no había hecho anteriormente (Y seguramente nunca).

Los chicles eran de la marca venezolana que tomaba Aurita, la supuesta amante de Don Ramón, cuidadora de su mujer en el lecho de la muerte de ésta. ¿Qué cojones? Don Ramón, el muy sarnoso, por lo que me comentaban los vecinos, era el primero en recriminar la basura en el paragüero aludiendo a mi ineptitud para ser portero por ello.

Dándome cuenta de que este tío sólo conocía la guerra de trincheras, decidí entrar en su juego y alistarme en la temerosa tropa de los “Caza Gilipollas”.

Al llegar a casa e ir a comer, me acordé de que tenía un pequeño despertador “espía” que había comprado semanas atrás para vigilar mi casa mientras no estaba yo, por temor de que algún vecino con copia de llaves quisiese entrar.

¿Qué podía hacer? Evidentemente muchos de vosotros sabréis la respuesta, iba a colocar una cámara oculta en el ascensor. ¿Encontraría al cabrón de Don Ramón en plena faena vertedera?




CONTINUARÁ

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4 comentarios

comentarios
29 de febrero de 2016, 10:12 delete

Interesante...
esperaré la siguiente entrega.

Un placer leerte.

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1 de marzo de 2016, 0:09 delete

Genial como siempre, con ganas del siguiente! :)

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1 de marzo de 2016, 11:27 delete

Mis 10 shur, esperando el siguiente.

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1 de marzo de 2016, 11:27 delete

Mis 10 shur, esperando el siguiente.

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