CAPITULO 29: COCHINADAS LAS JUSTAS (PARTE 2)



Subí corriendo las escaleras dirección a mi casa. Mis pasos iban resonando por las paredes de mármol mientras mi cabeza no podía parar de pensar en la enfermiza venganza que iba a llevar a cabo.



No estábamos hablando de una venganza cualquiera, era derrocar a un viejo y caduco imperio consolidado en la hipocresía del buen samaritano. Este señor se jactaba de llevar una vida recta y divina, acorde a lo estipulado por su máximo mandatario, Jesús.

Pero al contrario, era más falso que una corbata de seda vendida en un comercio chino. Hablaba mal de los demás, criticaba a las personas que bebían alcohol tachándolos muchas veces de alcohólicos, pero casualidades de la vida la única persona a la que tenía que tirar cada dos semanas magnas cantidades de botellas de “agua oxigenada” era a él.

Habla con desprecio de las personas que apenas saben vestir con “dignidad” como dice. Pero es gracioso cuando uno es conocedor de los pequeños detalles de cada vecino, que su ropa era confeccionada por una antigua empleada que tuvo en una costuraría, la cual hacía todos los apaños gratis al señor en una especie de sumisión servil que pensé que dejó de existir allá por la Revolución Industrial, pero no.

Podría seguir enumerando estas lindezas por parte de Don Ramón, por ejemplo, al poco de llegar aquí me acuso de haberle rayado su coche con el mío en el parking, menos mal, además lo recalco, porque el hijo de mil serpientes venenosas quería denunciarme, que las marcas de mi coche fueron fruto de un golpe anterior y tenía allí el parte (Bendito día que me dio por saltarme el stop, ese mini accidente me salvó de una denuncia por parte de Don Ramón).

Se inventaba aspectos de la vida de los demás, con la tan poca inteligencia que sus argucias eran similares a las de un niño de cuatro años con problemas de riego sanguíneo en el cerebro. Al poco de llegar, le comenté que me gustaba de vez en cuando dar paseos con el coche, y que ese preciso fin de semana, iba a viajar hasta Alicante capital para visitar a unos parientes.

A los dos días, viene una vecina preocupada diciéndome que había rumores de que los fines de semana desaparecía del lugar y claro, al ser yo el encargado de las llaves del edificio, si surgía algún inconveniente no podría llegar a tiempo.

Yo me quedé extrañado, porque de Valencia hasta Alicante hay un pequeño trecho además de que Don César tiene todas las llaves del edificio también, como el administrador. Pero sorpresas de la vida, ¡El cabrón de Don Ramón se inventó que yo de viernes a sábado me iba a Sevilla!
Con esto hago hincapié en lo de que su inteligencia no es más poderosa que la de un niño sin apenas estímulos cerebrales. No tengo familia en Madrid, amigos o ni tan siquiera contacto con esa ciudad de ninguna manera, ni online.

Yo hablaba con los vecinos de que iba a visitar a mis amigos, familia hasta mi trayecto de origen: Valencia. Pues el señor a viva voz fue pregonando a los cuatro vientos lo anterior descrito, siendo fácilmente desmontable (como el rallón del coche).

A los vecinos los insultaba de forma despectiva, día sí y día también. Curioso cuanto menos era la vergüenza que tenía que pasar cuando ponía a parir a sus supuestos aliados en la comunidad llamándoles desde borrachos hasta puteros, todo un poema este señor, igual de negro, viejo y tenebroso que la Edad Media en Europa.

Volviendo al tema que nos concierne, yo me encontraba apretando cada vez más el paso mientras mis zapatillas Air Max resonaban en el mármol de las escaleras. Llegado a la mitad del rellano existente entre el primero y el segundo, en la pequeña ventana que había pude ver mi silueta, ¡Joder estaba poniéndome cachas!, un sentimiento de fortaleza individual inundo mi ser cómo inundan a bukkakes los agujeros de las artistas porno. 

Cuando pasé las escaleras del segundo piso (Don Ramón vivía en el 2ºF) una sonrisa diabólica propia de un Jefe Estado más que de un conserje surgió en mí. “Ese cabrón se va a enterar” murmuré en voz baja mientras apretaba más aún mis piernas para llegar cuanto antes.


-          ¡Julio!- escuché al llegar al rellano del tercero.


-          ¡Ah, hola Don Juanjo!- mientras frenaba mi carrera en seco. - ¿Cómo se encuentran su mujer y “Pancho”? – rascándome la nariz.


-          Gracias a Dios están genial, que el señor te bendiga por preguntar usted Julio. – Mientras juntaba las yemas de sus dedos al más puro estilo sacerdotal.


-          ¿Quería algo concreto Don Juanjo, qué se le ofrece?- Dije mientras sonreía.


-          Mire, mañana vamos a comenzar con las reformas pertinentes en el hogar, quisimos hacerlas en un primer momento pero nos fue imposible hasta ahora. – Mientras suspiraba. – Vendrán los obreros a las 8 y media de la mañana dentro de dos días, les comenté que dejasen empapelado el ascensor.


-          Perfecto Don Juanjo, igualmente tome usted unas tarjetas para que puedan llamar a mi móvil en caso de que lo necesiten. – Acercándole las tarjetas previamente sacadas de mi bolsillo derecho.


Tras esto, me despedí amablemente del lado más tierno del Opus Dei en este edificio y volví a centrarme en lo que ahora era realmente importante, joder a Don Ramón. Lo de pasado mañana era algo normal, me refiero a las obras, pero no dejaba de ser algo demasiado fastidioso, ya que en general no guardo un buen recuerdo de los obreros por el respeto a las propiedades ajenas a su incumbencia.

Sin darme cuenta ya me encontraba en el octavo piso, sin duda el comer menos, hacer ejercicio y tener proyectos de futuro ayudan a uno para poder conseguir sus objetivos. Abri la deteriorada puerta de mi domicilio mientras un chirrío proveniente de las bisagras me pedía a gritos que le echase aceite industrial.

Ya sabéis que soy extremadamente maniático, puede que incluso dentro de un punto que sobrepasa con creces la barrera de lo lógicamente aceptable. Así que decidí dejar a un lado durante unos minutos mi “experimento” para engrasar la puerta.

Una vez terminado el apaño, un triste sándwich de pavo con queso y medio litro de agua fueron mi comida. A la vez que comía desmontaba el despertador, dejando desnudo el aparato por completo, sólo quedando la placa y sus soldados accesorios. 

Rompí con sumo cuidado el cable de la cámara que venía instalada, alargando así su cable aproximadamente 80 centímetros. Mi idea era colocar el despertador oculto en uno de los panales del ascensor mientras que la cámara iría en un agujero que previamente prepararía y ocultaría.
La cámara era excesivamente pequeña, enana, así que con un sacacorchos sería suficiente para hacer un minúsculo hueco donde iría colocada. Sólo me faltaban unos sujeta-cables que usaría para fijar la cámara en su pertinente lugar.

Ahora sí, me levanté con mi experimento espía ya en mis fornidas y grandes manos mientras que con una mirada triunfadora (parecida a la de un adolescente después de su primer pitillo) puse rumbo a mi destino: el ascensor.

Mientras bajaba las escaleras a trote ligero, pude fijarme que el cabrón del perro de Don Marcos (el jubilado de 72 años que vive al lado de Doña Carmen, ya sabéis, la señora del gatito imaginario) había meado y cagado en el pasillo.

Me hervía la sangre pero esto sería un objetivo más lejano para solventar. Ahora instalaría la cámara y más tarde limpiaría semejante estropicio. Así que sin detenerme más tiempo, llegué hasta el sexto, dónde sólo vivían las chicas universitarias y a estas horas (la del almuerzo) andarían degustando alguna salchicha alemana afincada en España de Erasmus.

Efectivamente el lugar estaba más desierto que el Estadio Balaídos si el Celta ganase la liga, ningún alma asomaba por las frías paredes y altos techos del sexto. 

Mientras llamaba al ascensor preparaba la única herramienta que necesitaba para desmontar los paneles, un destornillador. No sé si alguna vez os hable de la obsolescencia programada, pero básicamente las grandes empresas (y no tan grandes) se dedican a  crear productos destinados al usuario medio, que carecen de una vida media útil superior a los 10 años. 

Este ascensor era un ejemplo, los tornillos que sujetaban los paneles estaban escondidos tras unos embellecedores de plástico que con una uña salían expulsados con extrema facilidad. Una vez quitado los embellecedores, tan sólo cuatro tornillos, cada uno en un extremo, sostenían el invento obsolescente. 

Cuidadosamente retiré el panel colocándolo detrás de mí. Ahora podría inventarme mil historias enrevesadas donde apareciese algún vecino y tuviese que inventarme alguna imaginativa historia para salir del paso, pero no, cómo ya os dije aquí no venía nunca nadie más que las super nenas, y estabas andaban por la Universidad que gustosamente sus progenitores pagaban.

No tarde nada en colocar el despertador en el suelo, fijado con pegamento de contacto, un poco más de trabajo (aunque no mucho) fue colocar la cámara.

Primero realicé el agujero en el panel desmontado con el propio destornillador. Con un papel de lija muy fino, enrollado cómo un turulo usado por la clase alta para empolvar la nariz, limé su interior quedando perfecto. 

Tras esto, venía lo más complejo, que no era otra cosa que colocar la cámara web. Tenía que estar posicionada donde el agujero, pero el panel estaba desmontado y el despertador dentro de la estructura.

Acerqué como pude el panel mientras a ciegas colocaba los sujeta-cables asentados mediante pequeñas puntas. Lo más chapucero fue sin duda cómo coloqué la cámara mediante cinta aislante americana, aunque a su favor diré que no se movía y encajaba a la perfección.
Dejé encendido el despertador mientras comprobaba en mi móvil que la tarjeta SD colocada en el aparato espía funcionase grabando correctamente. Efectivamente todo estaba en orden, pudiendo definitivamente colocar de nuevo el panel y los embellecedores, la trampa estaba preparada…

CONTINUARÁ

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