Subí corriendo las escaleras dirección a mi casa. Mis pasos
iban resonando por las paredes de mármol mientras mi cabeza no podía parar de
pensar en la enfermiza venganza que iba a llevar a cabo.
No estábamos hablando de una venganza cualquiera, era
derrocar a un viejo y caduco imperio consolidado en la hipocresía del buen
samaritano. Este señor se jactaba de llevar una vida recta y divina, acorde a
lo estipulado por su máximo mandatario, Jesús.
Pero al contrario, era más falso que una corbata de seda
vendida en un comercio chino. Hablaba mal de los demás, criticaba a las
personas que bebían alcohol tachándolos muchas veces de alcohólicos, pero
casualidades de la vida la única persona a la que tenía que tirar cada dos
semanas magnas cantidades de botellas de “agua oxigenada” era a él.
Habla con desprecio de las personas que apenas saben vestir
con “dignidad” como dice. Pero es gracioso cuando uno es conocedor de los
pequeños detalles de cada vecino, que su ropa era confeccionada por una antigua
empleada que tuvo en una costuraría, la cual hacía todos los apaños gratis al
señor en una especie de sumisión servil que pensé que dejó de existir allá por
la Revolución Industrial, pero no.
Podría seguir enumerando estas lindezas por parte de Don
Ramón, por ejemplo, al poco de llegar aquí me acuso de haberle rayado su coche
con el mío en el parking, menos mal, además lo recalco, porque el hijo de mil
serpientes venenosas quería denunciarme, que las marcas de mi coche fueron
fruto de un golpe anterior y tenía allí el parte (Bendito día que me dio por
saltarme el stop, ese mini accidente me salvó de una denuncia por parte de Don
Ramón).
Se inventaba aspectos de la vida de los demás, con la tan
poca inteligencia que sus argucias eran similares a las de un niño de cuatro
años con problemas de riego sanguíneo en el cerebro. Al poco de llegar, le
comenté que me gustaba de vez en cuando dar paseos con el coche, y que ese
preciso fin de semana, iba a viajar hasta Alicante capital para visitar a unos
parientes.
A los dos días, viene una vecina preocupada diciéndome que
había rumores de que los fines de semana desaparecía del lugar y claro, al ser
yo el encargado de las llaves del edificio, si surgía algún inconveniente no
podría llegar a tiempo.
Yo me quedé extrañado, porque de Valencia hasta Alicante hay
un pequeño trecho además de que Don César tiene todas las llaves del edificio
también, como el administrador. Pero sorpresas de la vida, ¡El cabrón de Don
Ramón se inventó que yo de viernes a sábado me iba a Sevilla!
Con esto hago hincapié en lo de que su inteligencia no es
más poderosa que la de un niño sin apenas estímulos cerebrales. No tengo
familia en Madrid, amigos o ni tan siquiera contacto con esa ciudad de ninguna
manera, ni online.
Yo hablaba con los vecinos de que iba a visitar a mis
amigos, familia hasta mi trayecto de origen: Valencia. Pues el señor a viva voz
fue pregonando a los cuatro vientos lo anterior descrito, siendo fácilmente
desmontable (como el rallón del coche).
A los vecinos los insultaba de forma despectiva, día sí y
día también. Curioso cuanto menos era la vergüenza que tenía que pasar cuando
ponía a parir a sus supuestos aliados en la comunidad llamándoles desde
borrachos hasta puteros, todo un poema este señor, igual de negro, viejo y
tenebroso que la Edad Media en Europa.
Volviendo al tema que nos concierne, yo me encontraba
apretando cada vez más el paso mientras mis zapatillas Air Max resonaban en el
mármol de las escaleras. Llegado a la mitad del rellano existente entre el
primero y el segundo, en la pequeña ventana que había pude ver mi silueta, ¡Joder
estaba poniéndome cachas!, un sentimiento de fortaleza individual inundo mi ser
cómo inundan a bukkakes los agujeros de las artistas porno.
Cuando pasé las escaleras del segundo piso (Don Ramón vivía
en el 2ºF) una sonrisa diabólica propia de un Jefe Estado más que de un
conserje surgió en mí. “Ese cabrón se va a enterar” murmuré en voz baja
mientras apretaba más aún mis piernas para llegar cuanto antes.
- ¡Julio!- escuché al llegar al rellano del tercero.
- ¡Ah, hola Don Juanjo!- mientras frenaba mi carrera en seco. - ¿Cómo se encuentran su mujer y “Pancho”? – rascándome la nariz.
- Gracias a Dios están genial, que el señor te bendiga por preguntar usted Julio. – Mientras juntaba las yemas de sus dedos al más puro estilo sacerdotal.
- ¿Quería algo concreto Don Juanjo, qué se le ofrece?- Dije mientras sonreía.
- Mire, mañana vamos a comenzar con las reformas pertinentes en el hogar, quisimos hacerlas en un primer momento pero nos fue imposible hasta ahora. – Mientras suspiraba. – Vendrán los obreros a las 8 y media de la mañana dentro de dos días, les comenté que dejasen empapelado el ascensor.
- Perfecto Don Juanjo, igualmente tome usted unas tarjetas para que puedan llamar a mi móvil en caso de que lo necesiten. – Acercándole las tarjetas previamente sacadas de mi bolsillo derecho.
Tras esto, me despedí amablemente del lado más tierno del
Opus Dei en este edificio y volví a centrarme en lo que ahora era realmente
importante, joder a Don Ramón. Lo de pasado mañana era algo normal, me refiero
a las obras, pero no dejaba de ser algo demasiado fastidioso, ya que en general
no guardo un buen recuerdo de los obreros por el respeto a las propiedades
ajenas a su incumbencia.
Sin darme cuenta ya me encontraba en el octavo piso, sin
duda el comer menos, hacer ejercicio y tener proyectos de futuro ayudan a uno
para poder conseguir sus objetivos. Abri la deteriorada puerta de mi domicilio
mientras un chirrío proveniente de las bisagras me pedía a gritos que le echase
aceite industrial.
Ya sabéis que soy extremadamente maniático, puede que
incluso dentro de un punto que sobrepasa con creces la barrera de lo
lógicamente aceptable. Así que decidí dejar a un lado durante unos minutos mi “experimento”
para engrasar la puerta.
Una vez terminado el apaño, un triste sándwich de pavo con
queso y medio litro de agua fueron mi comida. A la vez que comía desmontaba el
despertador, dejando desnudo el aparato por completo, sólo quedando la placa y
sus soldados accesorios.
Rompí con sumo cuidado el cable de la cámara que venía
instalada, alargando así su cable aproximadamente 80 centímetros. Mi idea era
colocar el despertador oculto en uno de los panales del ascensor mientras que
la cámara iría en un agujero que previamente prepararía y ocultaría.
La cámara era excesivamente pequeña, enana, así que con un
sacacorchos sería suficiente para hacer un minúsculo hueco donde iría colocada.
Sólo me faltaban unos sujeta-cables que usaría para fijar la cámara en su
pertinente lugar.
Ahora sí, me levanté con mi experimento espía ya en mis
fornidas y grandes manos mientras que con una mirada triunfadora (parecida a la de un
adolescente después de su primer pitillo) puse rumbo a mi destino: el ascensor.
Mientras bajaba las escaleras a trote ligero, pude fijarme
que el cabrón del perro de Don Marcos (el jubilado de 72 años que vive al lado
de Doña Carmen, ya sabéis, la señora del gatito imaginario) había meado y
cagado en el pasillo.
Me hervía la sangre pero esto sería un objetivo más lejano
para solventar. Ahora instalaría la cámara y más tarde limpiaría semejante estropicio.
Así que sin detenerme más tiempo, llegué hasta el sexto, dónde sólo vivían las
chicas universitarias y a estas horas (la del almuerzo) andarían degustando
alguna salchicha alemana afincada en España de Erasmus.
Efectivamente el lugar estaba más desierto que el Estadio Balaídos
si el Celta ganase la liga, ningún alma asomaba por las frías paredes y altos
techos del sexto.
Mientras llamaba al ascensor preparaba la única herramienta
que necesitaba para desmontar los paneles, un destornillador. No sé si alguna
vez os hable de la obsolescencia programada, pero básicamente las grandes
empresas (y no tan grandes) se dedican a
crear productos destinados al usuario medio, que carecen de una vida
media útil superior a los 10 años.
Este ascensor era un ejemplo, los tornillos que sujetaban
los paneles estaban escondidos tras unos embellecedores de plástico que con una
uña salían expulsados con extrema facilidad. Una vez quitado los
embellecedores, tan sólo cuatro tornillos, cada uno en un extremo, sostenían el
invento obsolescente.
Cuidadosamente retiré el panel colocándolo detrás de mí.
Ahora podría inventarme mil historias enrevesadas donde apareciese algún vecino
y tuviese que inventarme alguna imaginativa historia para salir del paso, pero
no, cómo ya os dije aquí no venía nunca nadie más que las super nenas, y
estabas andaban por la Universidad que gustosamente sus progenitores pagaban.
No tarde nada en colocar el despertador en el suelo, fijado
con pegamento de contacto, un poco más de trabajo (aunque no mucho) fue colocar
la cámara.
Primero realicé el agujero en el panel desmontado con el propio
destornillador. Con un papel de lija muy fino, enrollado cómo un turulo usado
por la clase alta para empolvar la nariz, limé su interior quedando perfecto.
Tras esto, venía lo más complejo, que no era otra cosa que
colocar la cámara web. Tenía que estar posicionada donde el agujero, pero el
panel estaba desmontado y el despertador dentro de la estructura.
Acerqué como pude el panel mientras a ciegas colocaba los
sujeta-cables asentados mediante pequeñas puntas. Lo más chapucero fue sin duda
cómo coloqué la cámara mediante cinta aislante americana, aunque a su favor
diré que no se movía y encajaba a la perfección.
Dejé encendido el despertador mientras comprobaba en mi
móvil que la tarjeta SD colocada en el aparato espía funcionase grabando
correctamente. Efectivamente todo estaba en orden, pudiendo definitivamente
colocar de nuevo el panel y los embellecedores, la trampa estaba preparada…
CONTINUARÁ