Baje exaltado las escaleras rumbo al séptimo con la ilusión
de un “makoki” de mi época cuando veían agua oxigenada decolorándose con ello
el flequillo (en esas fechas a las “jenny´s”
de turno uno se las llevaba de calle).
Por un momento sentí lastima por mí mismo al desperdiciar la
oportunidad de ver por Skype a “Galletas María” en mi infantil y perturbado
cerebro imaginaba las más tórridas escenas dónde la señorita Berlut realizaba
una clase íntegra de anatomía para treintañeros con telas de araña enrolladas
al prepucio cómo una modelo a la billetera de un futbolista de élite.
Pero por otro lado que la jodan, sólo juguetea conmigo,
quizás (bueno lo doy por hecho) ni sea atractivo para sus exquisitos y
refinados gustos, andaría ahora partiéndose la bulba con Marta sobre lo
estúpido, borrico y calentón que es el gigantón gordi-fuerte del portero.
Cuando llegué al séptimo todo estaba tranquilo, a excepción
de la casa de Don Marcos, desde la que escuchaba unos gemidos a la vez que el
fino timbre que provocan unos cubos de hielo en un vaso de cubata.
Para toda la comunidad era sabido que Don Marcos le daba al “pimplim”
(lo explico en algún capitulo anterior) y que las escenas subidas de tono (a la
vez que paupérrimas imitaciones de las verdaderas películas porno) que ofrecían
en los canales “basura” de la TDT entretenían sus noches.
Poco a poco me fui enterando sobre aspectos de la vida de
este señor que andaban solapados en la fina capa del olvido, la intransigente
línea que marca un horizonte en lo que fue un señor de honores a un “Macho
Español” de los Pajares y Estesos.
Aunque ahora debo centrarme en seguir narrándoos lo
acontecido con el hijo de mil cucarachas de Don Ramón, ya habrá tiempo para Don
Marcos y su glorioso pasado cómo Legionario, tiempo al tiempo.
Una vez llegué al ascensor mandé a este al sótano para desde
allí poder cerrar las puertas corredizas del ascensor y que nadie pudiese
molestarme o pillarme en faena. Me encanta bajar en ascensor por la noche,
bueno en realidad cualquier aspecto que implique soledad y nocturnidad siempre
ha sido de mi agrado.
Disfrutaba con el silencio sepultar que se respiraba en la
atmósfera, sólo un sucio, viejo y destartalado relé del ascensor daba la
jodienda cada vez que se pasaba por un piso (pero eso ya queda para el buen
hacer de los técnicos en cargados de tal labor, el menda lerenda no cobra por
tales menesteres).
Llegué al sótano atrancando desde dentro con mi juego de
llaves el ascensor. Saqué del bolsillo un destornillador estrella y la estrella
de mi función: un buen porro de maría. Encendí el porro en la cabina a la vez
que gracias a mi altura abría la escotilla para que saliese el humo hasta el
ático (dónde por la noche a excepción de Don Diógenes, un señor que abarca unos
cuantos capítulos, sólo frecuento yo).
Mientras desmontaba con total tranquilidad el panel, uno de
los tornillos cayó accidentalmente en el paragüero. Me incorporé de rodillas en
el suelo de la cabina e introduje mi mano dentro del habitáculo para recuperar
el tornillo.
-
¡Joder! – grité – Dos putos pañuelos de mocos
más, hijo de perra – Mientras ya poseía el tornillo en la mano.
Coloqué asqueado y con gesto de indignación el paragüero en
el otro lado a dónde me encontraba con la faena para ya de una puta vez por
todas retirar el panel. Quité absolutamente todo volviendo a dejar todo tal y
como estaba el día anterior antes de comenzar mi personal caza de brujas.
Ya de paso (y como por desgracia ya los había tocado) recogí
con la mano los dos pañuelos para así tirarlos en cualquiera de las papeleras
que se encuentran por todo el edificio ( Y que me creáis o no, reviso a diario
para que no haya dentro y huela).
Regresé a mi casa sin apenas fijarme en ningún detalle o
pensar en algo concreto. Jugueteaba con el despertador en mis manos mientras
abría poco a poco a golpecitos el compartimento dónde se encontraba la tarjeta
SD.
Al llegar a casa mi estómago rugía más que unos leones del
corrupto Imperio Romano antes de “zampar” unos cuantos infelices gladiadores
que se dejaban sus huevos en la arena por un señor gordo con pintas de palomo
cojo que posaba sobre su cabeza una patética corona mientras una sotana cubría
su cuerpo semidesnudo recordándome a lo que hoy en día llamaríamos exhibicionistas.
En la cocina preparé un par de bocadillos de pavo con queso
a la vez que cogía una Coca-Cola de la nevera para refrescar mi gaznate. Cómo
no sabía cuándo desmonté el panel, el tiempo que me llevaría o si acabaría
entretenido, dejé otro porro en mi bolsillo que inmediatamente encendí al
terminar los “sandwich´s” (Que duraron un suspiro, puñetera dieta amigos y
amigas).
Me senté tranquilamente en el ordenador tardando como 20
minutos en encontrar el adaptador usb que incorporaba la ranura de
almacenamiento SD.
Al abrir el archivo de video pude ver diversas guarrerías
pero que son de lo más normales cuando alguien está sólo en un ascensor. Por
ejemplo vi a Don César urgando su nariz cómo si hubiese petróleo dentro, a Doña
Carmen soltar una ventosidad mientras aleteaba su mano izquierda para despejar
el olor o al cocainómano folla travestis pintándose una raya en el suelo del
ascensor.
Eran más de seis horas de grabación, algo que me dejaba muy
poco margen de tiempo para dormir si quería cubrir todos los minutos que tenía
grabado hasta encontrar el momento exacto de los clínex.
Tras convertirme durante el periodo de 20 minutos en un
auténtico y perfecto cabrón que acosaba la intimidad ajena de los demás
conseguí ver al enano septuagenario entrando al ascensor acompañado de su
sirvienta Aurita.
La hora del reloj espía marcaba que entraron sobre las 11 de
la noche, la hora a la que suelen llegar ambos de cenar fuera en un conocido
restaurante alicantino (seguro que el viejo diablo se hincha a bogavante).
En Don Ramón se notaba que su estado ebrio era una constante
más verídica que el infinito resultante si medimos la distancia entre lorza y
lorza de estas cada vez más apretadas carnes. Aurita le ayudaba a entrar al
ascensor agarrándole de la mano mientras intenta coger las llaves del bolsillo
de Don Ramón (Supongo que para poder abrir ella la cada visto la ebriedad del
paisano.
-
¡Joder puta cerda! – exclamé llevándome las
manos a la cabeza.
No estaba intentando coger las llaves del bolsillo de Don
Ramón, ojalá fuese eso. Aurita ancló sus rodillas en el suelo de la cabina
mientras pulsaba el botón de frenado de emergencia que posee éste. Desde ese
día mis pesadillas tienen olor a geriátrico y Pacha Mama.
Jamás vi nada más anti-natura y sin amor o pasión que lo que
allí acontecía. Aurita empezó a realizar una felación a Don Ramón cómo si fuese
epiléptica o un pollito recién nacido picoteando el maíz del suelo de la granja.
El cerdo de Don Ramón estiraba sus brazos a lo largo y ancho
de la cabina mientras se miraba en el espejo sonriendo sin parar. El cabrón se
debía creer Nicolas Cage deleitando a una dulce fan veinteañera, pero en
realidad era cómo ver a mi abuelo mientras Carmen de Mairena realiza un lavado
de glande mediante el método bucal.
Tras 30 segundos de hábil servicio de asistenta limpiando el
oxidado sable de Don Ramón la tierna señora tragó con todo el elixir sagrado
que semejante hijo de Dios vertió sobre ella. Cómo una mujer recatada y muy
educada, sacó un puto clínex de su bolso para limpiar sus labios y el membrillo
de Don Ramón. Cerro su bragueta, se incorporó en el ascensor echando el clínex en
el paragüero. La tía estaba tan tranquila después del inmundo acto, hasta el
punto que todo lo que duró el trayecto de ascensor estuvo mirando su whatsapp,
no descarto que fuese Ángel, su amante, pero eso es otro capítulo que quizás
contare en otro momento.
Al principio empecé a reírme sin parar, acaba de ver un
capítulo más parecido a Benny Hill´s y sus locas aventuras que una tierna
historia romántica digna de una película de serie B americana de las que emiten
durante la hora de comer (ya sabéis que en la televisión para la siesta hay dos
opciones, una de ellas es lo que os acabo de contar o los documentales de la
primera, eso ya al gusto de cada uno, ¿no?).
De repente enmudecí dejando esa risa burlona de duende para
otro momento. Un color pálido se apodero de mi rostro mientras unos pinchazos
incómodos salían desde lo más profundo de mi estómago. Llevaba meses y meses
recogiendo los puñeteros clínex de las “mamadas Auritianas” sin ser consciente
de ello.
Mi cuerpo intentó levantarse bruscamente para ir al baño,
sentía la intrínseca necesidad de expulsar cualquier resto de comida de mi
interior, me sentía sucio, asqueroso, era lo más parecido a una violación que
había sufrido en mi vida, llevaba meses limpiando “lefadas de nata gratinada”
de un septuagenario que me odia haciendo mi vida imposible.
Al llegar al pasillo tropecé con mis propios cordones golpeándome
mi frente fuertemente contra el cráneo, no me ocurrió nada grave aparte del
ostión, pero ya no pude retener más el volcán de mierda gástrica y vomité en el
suelo manchándome toda la cara (debía parecer un cochino sonriendo tras
rebozarse en mierda con orgullo).
Mientras me incorporaba lentamente unos grumos de vómito (o
de restos del cabrón septuagenario) recorrían mis mejillas goteando lentamente
fruto de la gravedad en el suelo de madera del lugar.
Mi vista se erigió al infinito mientras mis dientes se
apretaban unos con otros reclamando venganza, sangre y honor para mi persona.
Oliendo a vómito, sin dignidad, consideración laboral ni orgullo, me levanté
del suelo de un ágil salto mientras apretaba los puños…Don Ramón se va a
enterar de lo que vale un peine…
CONTINUARÁ