CAPITULO 31: COCHINADAS LAS JUSTAS (PARTE 4)



Baje exaltado las escaleras rumbo al séptimo con la ilusión de un “makoki” de mi época cuando veían agua oxigenada decolorándose con ello el  flequillo (en esas fechas a las “jenny´s” de turno uno se las llevaba de calle).



Por un momento sentí lastima por mí mismo al desperdiciar la oportunidad de ver por Skype a “Galletas María” en mi infantil y perturbado cerebro imaginaba las más tórridas escenas dónde la señorita Berlut realizaba una clase íntegra de anatomía para treintañeros con telas de araña enrolladas al prepucio cómo una modelo a la billetera de un futbolista de élite.

Pero por otro lado que la jodan, sólo juguetea conmigo, quizás (bueno lo doy por hecho) ni sea atractivo para sus exquisitos y refinados gustos, andaría ahora partiéndose la bulba con Marta sobre lo estúpido, borrico y calentón que es el gigantón gordi-fuerte del portero.
Cuando llegué al séptimo todo estaba tranquilo, a excepción de la casa de Don Marcos, desde la que escuchaba unos gemidos a la vez que el fino timbre que provocan unos cubos de hielo en un vaso de cubata.

Para toda la comunidad era sabido que Don Marcos le daba al “pimplim” (lo explico en algún capitulo anterior) y que las escenas subidas de tono (a la vez que paupérrimas imitaciones de las verdaderas películas porno) que ofrecían en los canales “basura” de la TDT entretenían sus noches.
Poco a poco me fui enterando sobre aspectos de la vida de este señor que andaban solapados en la fina capa del olvido, la intransigente línea que marca un horizonte en lo que fue un señor de honores a un “Macho Español” de los Pajares y Estesos.

Aunque ahora debo centrarme en seguir narrándoos lo acontecido con el hijo de mil cucarachas de Don Ramón, ya habrá tiempo para Don Marcos y su glorioso pasado cómo Legionario, tiempo al tiempo.

Una vez llegué al ascensor mandé a este al sótano para desde allí poder cerrar las puertas corredizas del ascensor y que nadie pudiese molestarme o pillarme en faena. Me encanta bajar en ascensor por la noche, bueno en realidad cualquier aspecto que implique soledad y nocturnidad siempre ha sido de mi agrado.

Disfrutaba con el silencio sepultar que se respiraba en la atmósfera, sólo un sucio, viejo y destartalado relé del ascensor daba la jodienda cada vez que se pasaba por un piso (pero eso ya queda para el buen hacer de los técnicos en cargados de tal labor, el menda lerenda no cobra por tales menesteres).

Llegué al sótano atrancando desde dentro con mi juego de llaves el ascensor. Saqué del bolsillo un destornillador estrella y la estrella de mi función: un buen porro de maría. Encendí el porro en la cabina a la vez que gracias a mi altura abría la escotilla para que saliese el humo hasta el ático (dónde por la noche a excepción de Don Diógenes, un señor que abarca unos cuantos capítulos, sólo frecuento yo).

Mientras desmontaba con total tranquilidad el panel, uno de los tornillos cayó accidentalmente en el paragüero. Me incorporé de rodillas en el suelo de la cabina e introduje mi mano dentro del habitáculo para recuperar el tornillo. 

-          ¡Joder! – grité – Dos putos pañuelos de mocos más, hijo de perra – Mientras ya poseía el tornillo en la mano.

Coloqué asqueado y con gesto de indignación el paragüero en el otro lado a dónde me encontraba con la faena para ya de una puta vez por todas retirar el panel. Quité absolutamente todo volviendo a dejar todo tal y como estaba el día anterior antes de comenzar mi personal caza de brujas.

Ya de paso (y como por desgracia ya los había tocado) recogí con la mano los dos pañuelos para así tirarlos en cualquiera de las papeleras que se encuentran por todo el edificio ( Y que me creáis o no, reviso a diario para que no haya dentro y huela).

Regresé a mi casa sin apenas fijarme en ningún detalle o pensar en algo concreto. Jugueteaba con el despertador en mis manos mientras abría poco a poco a golpecitos el compartimento dónde se encontraba la tarjeta SD.

Al llegar a casa mi estómago rugía más que unos leones del corrupto Imperio Romano antes de “zampar” unos cuantos infelices gladiadores que se dejaban sus huevos en la arena por un señor gordo con pintas de palomo cojo que posaba sobre su cabeza una patética corona mientras una sotana cubría su cuerpo semidesnudo recordándome a lo que hoy en día llamaríamos exhibicionistas. 

En la cocina preparé un par de bocadillos de pavo con queso a la vez que cogía una Coca-Cola de la nevera para refrescar mi gaznate. Cómo no sabía cuándo desmonté el panel, el tiempo que me llevaría o si acabaría entretenido, dejé otro porro en mi bolsillo que inmediatamente encendí al terminar los “sandwich´s” (Que duraron un suspiro, puñetera dieta amigos y amigas).

Me senté tranquilamente en el ordenador tardando como 20 minutos en encontrar el adaptador usb que incorporaba la ranura de almacenamiento SD. 

Al abrir el archivo de video pude ver diversas guarrerías pero que son de lo más normales cuando alguien está sólo en un ascensor. Por ejemplo vi a Don César urgando su nariz cómo si hubiese petróleo dentro, a Doña Carmen soltar una ventosidad mientras aleteaba su mano izquierda para despejar el olor o al cocainómano folla travestis pintándose una raya en el suelo del ascensor.

Eran más de seis horas de grabación, algo que me dejaba muy poco margen de tiempo para dormir si quería cubrir todos los minutos que tenía grabado hasta encontrar el momento exacto de los clínex.
Tras convertirme durante el periodo de 20 minutos en un auténtico y perfecto cabrón que acosaba la intimidad ajena de los demás conseguí ver al enano septuagenario entrando al ascensor acompañado de su sirvienta Aurita.

La hora del reloj espía marcaba que entraron sobre las 11 de la noche, la hora a la que suelen llegar ambos de cenar fuera en un conocido restaurante alicantino (seguro que el viejo diablo se hincha a bogavante).

En Don Ramón se notaba que su estado ebrio era una constante más verídica que el infinito resultante si medimos la distancia entre lorza y lorza de estas cada vez más apretadas carnes. Aurita le ayudaba a entrar al ascensor agarrándole de la mano mientras intenta coger las llaves del bolsillo de Don Ramón (Supongo que para poder abrir ella la cada visto la ebriedad del paisano.
-          ¡Joder puta cerda! – exclamé llevándome las manos a la cabeza.

No estaba intentando coger las llaves del bolsillo de Don Ramón, ojalá fuese eso. Aurita ancló sus rodillas en el suelo de la cabina mientras pulsaba el botón de frenado de emergencia que posee éste. Desde ese día mis pesadillas tienen olor a geriátrico y Pacha Mama. 

Jamás vi nada más anti-natura y sin amor o pasión que lo que allí acontecía. Aurita empezó a realizar una felación a Don Ramón cómo si fuese epiléptica o un pollito recién nacido picoteando el maíz del suelo de la granja.

El cerdo de Don Ramón estiraba sus brazos a lo largo y ancho de la cabina mientras se miraba en el espejo sonriendo sin parar. El cabrón se debía creer Nicolas Cage deleitando a una dulce fan veinteañera, pero en realidad era cómo ver a mi abuelo mientras Carmen de Mairena realiza un lavado de glande mediante el método bucal.

Tras 30 segundos de hábil servicio de asistenta limpiando el oxidado sable de Don Ramón la tierna señora tragó con todo el elixir sagrado que semejante hijo de Dios vertió sobre ella. Cómo una mujer recatada y muy educada, sacó un puto clínex de su bolso para limpiar sus labios y el membrillo de Don Ramón. Cerro su bragueta, se incorporó en el ascensor echando el clínex en el paragüero. La tía estaba tan tranquila después del inmundo acto, hasta el punto que todo lo que duró el trayecto de ascensor estuvo mirando su whatsapp, no descarto que fuese Ángel, su amante, pero eso es otro capítulo que quizás contare en otro momento.

Al principio empecé a reírme sin parar, acaba de ver un capítulo más parecido a Benny Hill´s y sus locas aventuras que una tierna historia romántica digna de una película de serie B americana de las que emiten durante la hora de comer (ya sabéis que en la televisión para la siesta hay dos opciones, una de ellas es lo que os acabo de contar o los documentales de la primera, eso ya al gusto de cada uno, ¿no?).

De repente enmudecí dejando esa risa burlona de duende para otro momento. Un color pálido se apodero de mi rostro mientras unos pinchazos incómodos salían desde lo más profundo de mi estómago. Llevaba meses y meses recogiendo los puñeteros clínex de las “mamadas Auritianas” sin ser consciente de ello.

Mi cuerpo intentó levantarse bruscamente para ir al baño, sentía la intrínseca necesidad de expulsar cualquier resto de comida de mi interior, me sentía sucio, asqueroso, era lo más parecido a una violación que había sufrido en mi vida, llevaba meses limpiando “lefadas de nata gratinada” de un septuagenario que me odia haciendo mi vida imposible.
Al llegar al pasillo tropecé con mis propios cordones golpeándome mi frente fuertemente contra el cráneo, no me ocurrió nada grave aparte del ostión, pero ya no pude retener más el volcán de mierda gástrica y vomité en el suelo manchándome toda la cara (debía parecer un cochino sonriendo tras rebozarse en mierda con orgullo).

Mientras me incorporaba lentamente unos grumos de vómito (o de restos del cabrón septuagenario) recorrían mis mejillas goteando lentamente fruto de la gravedad en el suelo de madera del lugar.
Mi vista se erigió al infinito mientras mis dientes se apretaban unos con otros reclamando venganza, sangre y honor para mi persona. Oliendo a vómito, sin dignidad, consideración laboral ni orgullo, me levanté del suelo de un ágil salto mientras apretaba los puños…Don Ramón se va a enterar de lo que vale un peine…
CONTINUARÁ

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